Bosque Blanco
Violant Porcel · La Vanguardia · 13 abril 2005
Bosc Blanc, la nueva exposición de Modest Almirall (Barcelona, 1959), aparece como un trayecto a través de la naturaleza del individuo contemporáneo. Verlaine, en uno de sus poemas más conocidos, Claro de luna, cantaba que “Votre âme est un paysage choisi” porque, en efecto, es probable que nuestras almas puedan constituir también una elección. Es lo que también nos dice Almirall, puesto que cada uno de los personajes de sus obras se hallan situados en un bosque, igual que si eligieran su propio paisaje y reflejaran en él lo que son o, mejor dicho, lo que anhelan ser.
El escenario en el que se desenvuelven las criaturas del artista se muestra casi siempre desértico, potenciando así su sentido de reclusión. Aunque Almirall comenta: “Han afirmado mucho que a través de mi obra pretendo expresar la soledad, pero no es así. Hablo del individualismo creciente al que tiende nuestra sociedad”. Y es que si nos fijamos en las diminutas figuras insertas en sus espacios, percibimos que no existe angustia ni dolor en ellas, que se hallan en las antípodas de las patéticas siluetas de Giacometti, que arrastran su desolación inmersas en un profundo vacío.
Por el contrario, los personajes de Almirall se aíslan del entorno por voluntad propia. Incluso en los cuadros en los que aparecen más de uno no establecen relación entre ellos, se muestran indiferentes a lo que les circunda, sus rostros se mantienen serenos y no aparecen en posturas forzadas. Podría decirse que manifiestan el reiterado individualismo posmoderno, en el que cada persona permanece absorta en sí misma. Lo cual plasma el artista elaborando despojados espacios en los que, a veces, coloca perfilados elementos cúbicos, como inquietos y solitarios habitáculos. Anida aquí también una idea cercana a la dimensión ascética de las culturas orientales, pues se desprende de todo aquello que es accesorio para quedarse con lo esencial.
En Almirall el fondo se revela casi como la parte primordial de la obra. Aunque se trate de una superficie abstracta, es la que asienta al personaje en una realidad concreta que podemos percibir, a la par que nos ofrece la información que nos permite entender su mundo. Pero sus colores, su atmósfera, van más allá de cualquier funcionalidad pues son debidos a un laborioso trabajo artesanal, posiblemente a causa de que antes de cultivar la pintura el artista había trabajado la cerámica y el esmalte. Sin duda, es un gran conocedor de los materiales, dejándolos al fin expresados en una desafiante pulcritud que hasta parece industrial. Así, estos fondos de la tela alcanzan una intensidad que nos recuerda a la factura de las pinturas del quattrocento, con sus elaborados colores que hablan por sí mismos, trascienden la intención, el sujeto que teóricamente encuadran. Almirall no anda lejos de la pintura metafísica italiana.